Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

Otros textos de Por arte de birlibirloque


Discursos sobre el poder (IV): el panóptico
"La edificación es circular. Los apartamentos de los prisioneros ocupan la circunferencia. Puedes llamarlas, si así lo deseas, celdas. Estas celdas están divididas unas de otras... El apartamento del inspector ocupa el centro; puedes llamar a éste, si así lo deseas, la casa del celador". J. Bentham

Durante décadas, Bentham (1748-1832) estuvo ocupado en el diseño de su Panóptico (del griego pan —"todo"—, y optikos —"de o para ver"—). El afán de control impuso sus reglas a la arquitectura penitenciaria, empeñada en lograr que el vigilante de turno viera desde un punto determinado el máximo de puntos posible, ampliando su perspectiva hasta lo obsesivo. El sistema se extendió hacia otros establecimientos necesitados también de cierto control para el logro de sus fines, tales como instituciones de enseñanza, hospitales, centros de transporte, industrias fabriles o cuarteles militares.

El ojo que todo lo ve ha sido reiteradamente utilizado como instrumento mitológico de vigilancia hacia el interior y de defensa frente al mundo exterior: nada puede escapar, porque todo sucede dentro de los cánones que el gran hacedor ha establecido, y a su vez nada ajeno puede interferir en ese orden interno, en sí mismo omnicomprensivo y universal. Más allá de mí, el desorden y el caos, la ausencia de identidad, lo que nada es. Uno de los símbolos comunes al cristianismo y a la masonería es el triángulo en el cual está inscrito el Tetragrama hebreo, o a veces un ojo, generalmente designado como "el Ojo que lo ve todo" (The All-Seeing Eye). El poder de un ojo o el ojo del poder: abarcar con la mirada el mundo, todo el mundo, es el símbolo de aquel que todo lo puede, pues los límites de su mirada coinciden con los límites del mundo. Sorprende la similitud de este esquema con la metáfora de la isla y el océano, pergeñada por Kant para explicar sus tesis acerca de los límites del conocer: más allá de esos límites no es posible el conocimiento, nos dirá, y todo intento de lanzar puentes hacia el exterior de la isla está condenado a la vorágine del océano.

No es aventurado advertir que la sociedad contemporánea está cimentada sobre instrumentos cada vez más sofisticados de vigilancia y control. Como si fuera consciente de que para su supervivencia necesitara abarcar con la mirada todo lo que a su alrededor acontece, el estado, actual propietario legítimo del poder político, no repara en gastos a la hora de invertir en la investigación y el desarrollo de nuevas técnicas aplicadas en el perfeccionamiento de la vigilancia. ¿Podemos escapar? Digamos que la ausencia total de control, salvo para el apátrida absoluto, es inviable: desde nuestra partida de nacimiento hasta nuestro certificado de defunción, el estado contemporáneo sabe —o está en disposición de saber— en cada momento donde estamos y en qué asuntos estamos ocupados (en una Facultad de Derecho española se cantaba, allá por los años setenta, un estribillo bastante revelador. Decía más o menos así: “que viva el código civil,/ que protege a la persona/ desde antes de nacer/ hasta después de morir” —¡todo grito de rebeldía debería cambiar el “viva” por el “muera”!).

Hay numerosos ejemplos más o menos explícitos de control: el control bancario de nuestras cuentas corrientes, sometidas al vaivén de ojos escrutadores, desde los inspectores de la Agencia Estatal Tributaria, donde nuestro NIF es una clave de acceso valiosísima, hasta el departamento de marketing del banco (apetece volver a guardar los dineros en el calcetín, como hacían nuestros abuelos); el control de tus compras a través de la tarjeta de crédito, con la que vas dejando las huellas de tu paso por tal y tal comercio, por tal y tal autopista, por tal y tal gasolinera, y alguien al otro lado del hilo averigua tus gustos para saber por donde atacar en su estrategia publicitaria; el control de tus llamadas telefónicas, a menudo inadvertido, no tanto de su contenido (me dicen que es secreto impenetrable salvo autorización judicial...¡lo baratas que salen a veces tales autorizaciones!) como de su destino o su origen; el control de los lugares por los que navego con mi ordenador, sometido a un marcaje cada vez más asfixiante por empresas y gobiernos (¿qué se sabe del programa ideado por la CIA —¿o era el Pentágono? — para rastrear la red en busca de mensajes sospechosos?); el control de las cámaras de videovigilancia instaladas en los centros oficiales, en los grandes almacenes, en las estaciones de metro, de trenes o de autobuses, o en los aeropuertos; el control del ojo del policía que anda por tu barrio con cara de pocos amigos a no ser que seas dueño de un comercio; el control del documento nacional de identidad, base de otros muchos controles, piedra angular de un sistema cimentado sobre una obsesión tan paralizante; el control de tus idas y venidas en los aviones, de tus salidas y entradas en el aeropuerto, de tus excesos de velocidad con el automóvil; el control de tus estudios en el Instituto y en la Universidad a través de tu expediente académico; el control de tus ocupaciones laborales, mediante el pago de tus cuotas a la seguridad social, etcétera.

La simple idea de una sociedad panóptica es algo bastante espantosa, e incluso paranoica: prisioneros en un campo de concentración sin vallas aparentes, somos vigilados constantemente por un ojo invisible. Y el poder de ese ojo que nos vigila es inmenso. Pero lejos de rebelarnos, ¿qué sucede? Algo que sin duda habría sorprendido a Bentham: instalados sobre un inmenso panóptico, reproducimos a pequeña escala esos mismos mecanismos de poder, nos situamos como vigilantes frente a la pantalla del televisor y observamos programas en los que se pone a la vista del espectador la vida cotidiana de otros (gran hermano, hotel g, isla de los famosos...¿queda alguno por nombrar, Cabana?). El aliciente del ser vivo más vigilado del planeta es... ¡ser a su vez vigilante de su vecino! Renace descarnado el vouyerismo. La manipulación de ese deseo inveterado de ver sin ser vistos nos descubre que, al fin y al cabo, el poder se mueve a sus anchas gracias a la pasividad de sus súbditos, entregados a ese mismo juego que otros utilizan para controlarle. Todo queda en casa. A nadie sorprende ya que las dictaduras utilizasen —y utilicen: véase el caso reciente de Cuba— la figura del delator como elemento de represión: en tu finca sabes que vive alguien del partido, un confidente. No sabes quién es, pero sabes que alguien lo es, y vives permanentemente en la inseguridad. La gran hazaña del panoptismo moderno es hacer ver al vigilado que puede ser visto en cualquier momento, no importa que la cámara esté apagada, lo que importa es que la cámara está ahí, dispuesta a grabar sus movimientos, capaz de pillarlo in fraganti alterando ese orden interno necesario para la convivencia.

Dictadura panóptica, se me ocurre pensar que el moderno estado capitalista es el auténtico paranoico, no los que vemos ojos por todos lados: es esa máquina impenetrable, desde la voracidad de sus múltiples tentáculos, la que ve enemigos por todas partes y en cualquier momento, la que llega a confundirse y a confundirnos sobre el valor de la libertad como desarrollo integral de la persona. Y que no mencionen la protección de la privacidad como excusa: allí donde termina lo privado empieza el campo de lo público, y es precisamente en él donde se desarrollan las técnicas más abyectas de control. El estado contemporáneo siente auténtico pavor ante el espacio de lo público, ante un espacio abierto e incontrolado donde cualquier cosa puede suceder. No es casual que las primeras medidas de cualquier estado totalitario vayan dirigidas al control de la calle (aún recuerdo el histrionismo de Fraga Iribarne — “¡la calle es mía!” — cuando era ministro de la Gobernación).

En su contra, con gesto de rebeldía, dejemos abiertos los interrogantes, las puertas, las ventanas de nuestras ideas para quien quiera verlas. E instalémonos en el reino de la duda y la incerteza, allí donde el océano nos muestre la inmensidad en la que se solazan las sirenas. Desafiemos al ojo vigilante compartiendo el espacio de lo público: basta con que nuestros ojos sean capaces de ver sin más otros ojos frente a ellos, basta con que nos invitemos mutuamente a mirarnos a la altura necesaria para reconocernos en libertad, sin necesidad de escondernos para ver. (Pienso que el espacio público y abierto de la red en la que ahora escribo y me lees podría ser, a modo de ese océano foucaultiano, un reducto imprescindible de libertad fente al panóptico. ¿Lo es?)


________________________________________
Comentarios

Hola. Interesante el artículo. Pero es una pena que su autor no haya comprendido nada de ese antiguo símbolo cristiano y masónico del 'Ojo que todo lo ve'. Pues en su intención de politizar el asunto, se le ha escapado lo escencial: lo singular del ojo que todo lo ve, es que todo lo ve en sí mismo... Es decir que se trata de un símbolo que alude a la UNIDAD del hombre con la sabiduría trascendente. Eso no tiene nada que ver con el ejercicio de la vigilancia y el control.
Adios
Max

Comentado por Max el 25 de Diciembre de 2003 a las 11:09 PM

Hola! soy estudiante de ing. Eléctrica y mi tesis se basa en el diseño de un sistema automatico de Videovigilancia y Control a distancia a través de un PC y Direccionamiento IP. muy interesante su artículo!! me gustaria saber si ud sabe de algunas tesis similares donde yo pueda buscar antecedentes que refuerzen mi investigación!! Gracias de antemano!!

Comentado por Richar el 12 de Marzo de 2004 a las 07:08 PM