Revista poética Almacén
Quinta Columna en Nueva York

[Hilario Barrero]

Entradas de los diarios del 2003 y del 2004 de Hilario Barrero. El diario del 2001 se ha editado con el título de "Las estaciones del día" (Llibros del pexe, Gijón, 2003)
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6 de diciembre

Diciembre, sábado, 6.- Ayer se murió José Olivio Jiménez y nos sentimos un poco más solos. Yo pierdo a un profesor y a un amigo. Un profesor del que todavía conservo sus apuntes y que todavía uso en mis clases. Un profesor que al salir de las suyas me encontraba tan high como si hubiera tomado una droga, tanta era la intensidad de su magisterio. Lo sabía todo sobre Aleixandre, sobre la generación del 50, especialmente de José Hierro, Claudio Rodríguez, sobre Martí y la poesía española e hispanoamericana contemporánea. Era un puente que unía dos mundos, un río que caminaba entre dos orillas, una voz cálida que mezclaba la voz de azúcar de con la voz de trigo. En las estanterías de la biblioteca de su casa había numerosos ejemplares de poesía firmados y dedicados a JOJ por sus autores: una biblioteca valiosa llena de historia, de fechas, de momentos. Yo recuerdo, de una manera especial, la alegría con que leyó el fallo del jurado del premio de poesía Gastón Baquero. Fue un momento memorable. En su casa de Nueva York o en la de Madrid hablamos en muchas ocasiones y siempre salía enriquecido de su sabiduría. La poesía, España, Cuba, todos los que le conocimos y quisimos hemos perdido una presencia, una inteligencia privilegiada y un corazón único e irrepetible. Yo además he perdido a un amigo.

Ayer y hoy ha estado nevando. Ayer, a la salida de los alumnos de la escuela que está enfrente de casa, el griterío era mayor que el habitual. Había gritos de asombro, de alegría, de sorpresa. Una bandada de escolares sale por la puerta principal y se abalanzan sobre la nieve a la que tocan, besan, miran con ojos de fuego. Un grupo hace bolas y comienzan a tíraselas unos a otros. Los gritos cambian de ritmo y de tono. Y sigue nevando. El movimiento, la ruptura del silencio de la nieve ha durado un momento. Los escolares se han dispersado, unos hacia el metro, otro hacia los autobuses, otros con sus familiares y ha vuelto el silencio, la claridad que se vio alterada por el revoloteo de los uniformes y carteras, por las pisadas, por el ruido de su sangre. Volvió el silencio y siguió la nieve clavando sus exclamaciones en el libro azul del mediodía.

Antes de conocerla personalmente la veía a veces por los pasillos, abrazadas a un montón de libros, los dedos llenos de tiza, hablando con alumnos y ya me llamaron la atención sus ojos. Pasado el tiempo me la volví a encontrar una mañana en que nos reunimos los nuevos profesores en un acto de bienvenida y al entrar al salón y verla me acerqué a ella como el naufrago que se aferra a una tabla de salvación: era a la única persona a quien conocía. Y volví a mirarla a los ojos y me sentí protegido, aunque había algo en ellos que me preocupaba. Hablamos de poesía. Y le recomendé a Jane Kenyon, que yo había traducido al español, y cuando le dije que se había muerto joven de cáncer vi que su mirada se oscurecía. Ese mismo día le mandé unos poemas de Jane. Al día siguiente los comentamos. Prudentemente, ante mi acoso poético, me confesó que aunque no usaba poemas en sus clases que usaría los poemas de Jane Kenyon porque le habían gustado, especialmente el titulado “The shirt”. Y noté una luz especial en sus ojos. Esos ojos de gacela herida, ojos llenos de una luz extraña, ojos con una sombra dormida. Al morirse pensé en cómo la vida era, una vez más, injusta, avariciosa y traicionera: después de tantos años de adjunta y tres meses en plantilla se nos iba para siempre. Ya no la vería en los pasillos con libros, hablando con alumnos, saludándome por mi nombre que decía sin acento. Cuando me enteré de su muerte lo primero que recordé fueron sus ojos. Y entonces supe del misterio que guardaban, de la luz herida y de la sombra dormida que tanto me preocupaban. Y, una vez más, recordé a Pavese:

Verrà la morte e avrà i tuoi occhi

La muerte y la poesía me resolvieron la incógnita que en vida nunca supe resolver. Ahora Mona ya esta liberada del peso de la luz, iluminándonos con los ojos llenos de sombra.
Un día que empieza con la mañana de la memoria, el mediodía del grito y la vida que vibra y el atardecer que acaba con la presencia lacerante de la muerte.


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