Revista poética Almacén
Estilo familiar

[Arístides Segarra]

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Apología de las sombras

El lector amable, que no amabilista, me permitirá que ilustre a mi niña sobre la razón y la necesidad de sus terrores nocturnos. Aunque les parezca tema baladí, debo insistir en su importancia, sobre todo porque si no lo hago ahora, puede que sea demasiado tarde. Pero Irene todavía no me puede entender. Acepta mis razones pero no las entiende y no está de acuerdo con ellas. El recuerdo de mis argumentos en el futuro será tan débil que apenas pase de una sensación. Solicito, pues su condescendencia para fijarlas hoy, y que le sean accesibles en ese futuro que me será biológicamente negado, esa parte de su vida que yo nunca veré, nunca sabré, nunca me será dada.

Las sombras de la fe ya le alcanzan, y empieza a comprenderlo. De hecho, creo que en su fuero interno está enfadada conmigo desde hace un tiempo: no por nada que yo haya hecho, sino porque es poco a poco consciente de mis pequeñas mentiras, de mis metáforas amorosas pero falaces. Creo que está enfadada conmigo porque ha sido consciente por primera vez de la necedad de mi afirmación cuando le digo que siempre estoy con ella, aunque no lo esté físicamente. Me ha pillado, y su respuesta la última vez fue clara, seca, cortante, en un tono que aún no le había oído: “no es verdad, papá. Tú no estás siempre conmigo”. No hubo reproche. No hubo llanto. Sólo mi crujir de dientes y el dolor compartido por la percepción amarga de los hechos en su desnudez. Siempre fue una jilipollez decirlo, perdóneme el lector discreto, pero a veces es difícil sustraerse al paño caliente cuando su carita muestra los signos de la devastación debida a la ausencia mutua.

Huelga decirles que he cambiado a “papá siempre piensa en ti”: neutro, quirúrgico, imposible de comprobar empíricamente. Me siento un traidor, tanto como cuando le digo que no me levantaré de su cama cuando ella ya se haya dormido. Lo hago. Y nunca me lo reprocha: a lo sumo se despierta durante la noche sollozando mi nombre.

No duden ustedes que asumo mi cuota parte de responsabilidad en sus terrores nocturnos. Pero no pierdo la perspectiva por ello: estan motivados por su crecimiento, por la percepción cada día más aguda de la realidad en contraste con la percepción distorsionada de cuanto le rodea de la mente infantil. Mi niña no sólo empieza a saber: empieza a entender. Recuerdo mi infancia y el dolor tan agudo, extremo, que ello me provocaba. La piedad por mi niña, la compasión, en su sentido etimológico, nos sumerge a los dos en las sombras necesarias de una existencia cambiante, cruel, abocada a la separación. Sólo la conciencia de un dolor que necesariamente llegará nos prepara para su epifanía.

La sociedad en la que vive la preparará perfectamente para la estupefacción física y psíquica, y le negará las sombras, el vacío, el aburrimiento, la frustración, el daño. ¿Debo ser yo quien se lo enseñe? ¿Debo revelarle yo el dolor que la mera existencia produce? Déjenme ser muy claro: lo prefiero.


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