Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Lágrimas

Nuestros ojos se alimentan de la luz. Hacia ella dirigen la mirada cuando se preguntan por la total oscuridad en la que a veces se debaten. En ese camino que recorren diariamente hacia el mundo exterior, viven acechados por múltiples estímulos. No todos pasan desapercibidos.

Nuestra mirada necesita tiempo para conformarse. Necesita también espacio, horizontes amplios, perspectiva. La puerta que traspasamos cada mañana al abrir los párpados nos anuncia la presencia de lo otro, y en esa inmediatez nuestra mirada se abre paso con voluntariosa obstinación, reclamando un lugar en el mundo. Nómadas de nuestra propia existencia, vamos y venimos por el escenario de la realidad como por una feria itinerante. Esquivos y vagabundos nos movemos a empujones sin saber con certeza el rumbo que siguen nuestros pasos, como si fuéramos guiados por una corriente humana irrefrenable.

Cuenta Gustav Janouch que una vez le preguntó a Franz Kafka si le gustaba el cine, y éste le respondió: "Soy un hombre observador. Pero el cine perturba el mirar. La celeridad de los movimientos y el rápido cambio de imágenes fuerzan al hombre a pasar por alto muchas cosas. No es la mirada la que toma posesión de las imágenes, sino éstas las que se apropian de la mirada. Inundan la conciencia. El cine significa una uniformización de la vista que hasta ahora ha estado dormida" [1] ¡Cuántas cosas atropellan nuestra mirada a lo largo del día, y no surgen de la pantalla del cine! La velocidad con la que cruzamos nuestras vidas nos impide a menudo detenernos a mirar, y raro es el día que nuestros ojos no son atropellados por la barbarie.

Pero nuestros ojos tienen también sus mecanismos de defensa. Pueden cerrar los párpados cuando creen que algo no les conviene. O pueden doblar la mirada, o mirar para otro lado, o hacer como que no ven, o simplemente disimular. Y cuando ninguna de esas tácticas les funciona, activan sus glándulas lacrimales, situadas en la parte superior de sus órbitas, y expelen un líquido claro y algo salado, cuya misión es mantenerlos húmedos. Las lágrimas, a medida que son segregadas, desaparecen en una cavidad llamada saco lacrimal. Pero cuando nuestros ojos producen más líquido de lo normal, tales recipientes son incapaces de retenerlo, y las lágrimas se derraman entonces por encima del párpado inferior. Ese exceso de lágrimas es lo que conocemos con el nombre de llanto.

El llanto es la última barrera, la trinchera definitiva que construimos para defendernos de la realidad cuando la realidad nos agrede, al igual que lloramos cuando una mota de polvo o cualquier elemento extraño se introduce en nuestros ojos. Dicen que llorar desahoga, remedia las penas, ayuda a sobrellevar las dificultades, hace que el ánimo halle consuelo en las desgracias.

Llantos amargos, llantos de rabia, llantos de ira, llantos esparcidos por la vida que nos recuerdan nuestra inocencia primigenia, nuestra raíz más profunda, esa que nos une a los muertos más allá de toda distancia, más allá de la vida que se nos escapa de las manos, provocándonos una tristeza infinita. Llantos que nos recuerdan que somos vulnerables, y que apenas alcemos la mirada, veremos frente a nosotros de nuevo el dolor y la mentira.


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[1] Debo esta cita a Josep Corbí, que la incluye en su precioso prólogo al libro de Barry Stroud “La búsqueda de la realidad: el subjetivismo y la metafísica del color”, Ed. Sinthesis, Madrid, 2003.


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