Jose Antonio del Valle escribe la bitácora Vidas Ajenas y ha colaborado en www.Stardustcf.com y www.Bibliopolis.org. Los anales perdidos se publica el día 22 de cada mes y trata de ser una mirada a personajes e historias medio olvidadas por el tiempo.
Todo esto viene a cuento porque hoy voy a escribir sobre uno de esos abogados de película. De hecho protagonista de varias, por ser el prototipo de eso que comentaba más arriba: el abogado estrella, capaz de hacer llorar a los jueces y de ganar los casos que cualquier otro daría por imposibles. Hablo de Clarence S. Darrow.
Nacido en el seno de una familia de librepensadores en Ohio, a su padre lo llamaban “el infiel del pueblo”, algo bastante poco común en aquella época y parte del mundo, el joven Darrow recibió una educación que trató en todo momento de librarle de prejuicios y encaminarle hacia el pensamiento crítico. Con un padre abolicionista y conocido de John Brown y una madre que ya luchaba por los derechos de la mujer en pleno siglo XIX, no es extraño que nuestro protagonista eligiera las leyes como vocación, carrera que empezó a ejercer en su estado natal en 1878, a la edad de veintiún años.
Al principio Darrow enfocó su carrera hacia la política y empezó a trabajar para una compañía ferroviaria que abandonaría pronto para ponerse de parte de sus empleados y los sindicatos de estos. Hasta 1911 compaginó su carrera como lo que hoy denominaríamos abogado laboralista con otra centrada en la política. Incluso llegó a presentarse al Congreso en 1896 en el equipo con el que William J. Bryan, del que hablaremos más tarde, se presentaba a la presidencia de la nación, aunque ambos perdieron sus respectivas elecciones.
Fuera de la política, Darrow se forjó una reputación de abogado invencible en las luchas que los obreros mantenían contra las grandes corporaciones que ya no le abandonaría el resto de su vida. Sus servicios eran requeridos por los sindicatos a lo largo y ancho de los Estados Unidos. En lo que respecta a su vida privada, Darrow se casó dos veces, pero su vital personalidad nunca fue demasiado dada a la monogamia, por lo que mantuvo un sinnúmero de aventuras entre la que destaca su larga relación con la escritora Mary Field Parton, basada sobre todo y aunque ella era veinte años más joven que él, en las inquietudes que compartían y que les llevó a rodearse de personajes de la cultura como T.S. Elliot o Sinclair Lewis, que acudían regularmente a sus fiestas, o los británicos H.G. Wells y George Bernard Shaw. En lo personal se puede decir que Darrow era un poco como el teniente Colombo, por su pinta desgarbada y total descuido en el vestir que ocultaban una enorme perspicacia. Pero también, que todo hay que decirlo, poseía un afán de protagonismo y autopromoción que, unido a su inteligencia y su tremenda confianza en sus propias capacidades, hacian del fracaso algo que simplemente no formaba parte del guión de su vida.
En 1911 la American Federation of Labor lo llamó para defender a los hermanos McNamara, acusados de poner una bomba en las oficinas del Los Angeles Times. Durante el juicio el mismo Darrow acabó siendo acusado de haber intentado sobornar a algunos de los miembros del jurado y, tras el proceso que siguió, tuvo que dejar de ejercer como abogado laboralista y dedicarse al derecho penal. En el transcurso de la década siguiente se ganó fama de luchador contra la pena de muerte, campo en el que solo perdió un caso de más de cien a lo largo de su vida, y también empezó a obtener ingresos de dar conferencias sobre temas candentes en la época como el auge del fundamentalismo religioso, la defensa de la teoría de la evolución, etc; además de los relacionados con su propia experiencia como abogado. Escribió varios volúmenes sobre criminología, psicología de los criminales e incluso una novela. Con todo ello, en 1923, a sus 66 años, era todo un personaje en el panorama cultural y legal de los Estados Unidos, aunque aquello no era nada comparado con lo que llegaría a ser tras los siguientes tres años, en los que se enfrentó a tres “juicios del siglo” que acabaron de labrar su leyenda.
Siguiendo su plan, secuestraron y asesinaron a Bobby Franks, de catorce años, cuya familia era conocida por las de Leopold y Loeb por moverse en los mismos ambientes sociales. Desde el principio el crimen perfecto resultó una chapuza, para empezar Leopold se dejó junto al cadáver del pobre Bobby unas gafas de un modelo tan caro que solo existían las suyas y otras dos, lo que facilitó el trabajo de la policía. Además ambos empezaron a alardear de conocimientos sobre el caso ante amigos y conocidos que solo podían tener los autores y en poco tiempo estaban en la cárcel y con muy pocas perspectivas de librarse del cadalso.
La primera jugada de Darrow al hacerse cargo del caso fue aconsejar a sus clientes que se declararan culpables. Además del peso de las pruebas en su contra, la prensa había decretado que aquel iba a ser “el juicio del siglo” y el público, encantado de que dos hijos de la clase alta, judíos y homosexuales, se enfrentaran a la pena capital, había hecho su propio juicio paralelo de manera que al abogado no le quedaban muchas más opciones. Con la declaración de culpabilidad consiguió sin embargo que el juicio fuera ante un juez, que debía decidir sobre la pena a aplicar, y no ante un jurado.
Durante el transcurso del juicio la defensa y la acusación presentaron expertos en psiquiatría para demostrar si Leopold y Loeb eran o no dueños de sus actos y conscientes de lo que hacían. Incluso William Randolph Hearst, el magnate de la prensa, quiso pagar al mismo Sigmund Freud para que acudiera al juicio y analizara a los acusados. Freud, que ya era muy mayor, declinó la invitación. Con todo, finalmente fue el alegato de Darrow lo que decantó la decisión del juez. Tras uno de los discursos que ha quedado para siempre entre los que se enseñan en las escuelas de su país, en el que se conjugaban las creencias del abogado con su experiencia y elementos tan dispares como citas del Rubaiyat de Omar Khayyam, que hicieron llorar al mismo juez, Darrow consiguió que ambos acusados fueran condenados a cadena perpetua más 99 años en vez de a muerte. Richard Loeb sería asesinado posteriormente en prisión en 1936, pero Nathan Leopold logró la libertad condicional en 1958 y le estuvo eternamente agradecido a Darrow.
Poco después, William J. Bryan, antiguo aliado político de Darrow que en el ínterin había pasado de una brillante carrera política a convertirse en poco menos que un telepredicador defensor de la lectura literal de la Biblia y de lo que esta suponía en la manera de vivir de la América profunda, se presentó en Dayton para ejercer de acusador. La ACLU entonces decidió pedirle a Darrow que defendiera a Scopes. Su primer candidato había sido H.G. Wells, pero este declinó el honor por no ser abogado y vivir al otro lado del Atlántico. Mientras, el ambiente en Dayton se había ido convirtiendo poco a poco en el circo que describiría el gran H.L. Mencken, quien lo denominó “el proceso del mono” y estuvo presente durante casi todo él, enviando columnas diarias al Baltimore Evening Sun en las que no escatimaba ingenio y mala leche contra los fanáticos de la religión.
El último día del juicio hizo subir al estrado a Bryan, y bajo juramento le hizo responder a una lista de preguntas que ridiculizaban las creencias literalistas de éste. Bryan tuvo que conceder por ejemplo que no sabía de dónde había salido la mujer de Caín, o que nunca había pensado en cómo pudo detener Josué el sol, si es la Tierra la que se mueve. La transcripción de esta última sesión fue publicada en casi todos los medios del país, y supuso un tremendo golpe contra la ignorancia de los fundamentalistas personificada por Bryan, que moriría pocos días después de una indigestión, frente a la opinión pública. Aunque Scopes fue condenado a pagar una multa de 100$.
Un año después Darrow presentaría la apelación ante la Corte Suprema de Tennessee, que exoneró a Scopes por tecnicismos pero no derogó la ley, que permanecería vigente hasta 1967.
Y llegamos finalmente al último de nuestra particular trilogía de juicios del siglo. Si hasta el momento hemos visto a Darrow luchar contra la pena de muerte y el fanatismo religioso, en el otoño de 1925 tendría que enfrentarse también al racismo, que aún campaba a sus anchas en muchos lugares del país.
Los protagonistas a su pesar de este último caso fueron el ginecólogo negro Ossian Sweet y su mujer Gladys. Sweet formaba parte de una incipiente clase educada dentro de los americanos de color, que había demostrado su valía como estudiante y como profesional y que había llegado a estudiar en Francia con Marie Curie. Pese a su excelencia a todos los niveles, en la ciudad en la que vivía, Detroit, le estaba vedado residir fuera de los guetos negros por una ley no escrita, aunque la auténtica dijera lo contrario.
En la noche del 9 de septiembre más de 600 personas, movilizadas por una asociación de vecinos próxima al Ku Klux Klan, se presentaron ante la casa de los Sweet y empezaron a lanzar piedras contra los cristales. Dentro de la casa, los Sweet y otros 9 amigos, entre los que se encontraban los hermanos de Ossian empezaron a temerse que no saldrían vivos de allí. En un momento dado, cuando parecía que la casa iba a ser invadida, se oyeron varios disparos y en la calle quedaron tendidos dos vecinos, uno herido en una pierna y el otro muerto. Cuando la policía hizo al fin acto de presencia, fue para llevarse a los once negros esposados y acusados de asesinato.
La encargada de contratar a Darrow esta vez fue la National Asociation for the Advancement of Colored People (NAACP). Pese a que en Detroit el ambiente era mucho más favorable que en Dayton, y el juez mucho más liberal y próximo a las ideas de nuestro protagonista, no se admitieron negros en el jurado, y la policía aleccionó a los testigos para tratar de hacer creer que no había existido ningún tumulto y los Sweet eran algo así como una banda de criminales que habían ido a la casa armados hasta los dientes en busca de alguien a quién matar.
Darrow no obstante usó toda su experiencia para desmontar la historia haciendo quedar en ridículo a la policía y los vecinos de los Sweet una y otra vez por sus inconsistencias y contradicciones. En su alegato final hizo ver que todo aquello se debía al color de la piel de los acusados. No había ningún negro en el jurado, y si el dueño de la casa hubiese sido un blanco, se le habría exonerado al momento por defensa propia. Pese a todo, los miembros del jurado fueron incapaces de ponerse de acuerdo, y el juez tuvo que declarar el juicio nulo.
Tras esto, el fiscal decidió llevar a juicio a cada uno de los once acusados por separado empezando por Henry, el hermano de Ossian, que había admitido ser el que efectuó los disparos. El juicio, en abril de 1926, fue un calco del primero, con Darrow desmontando todas las mentiras de los testigos, hablando de lo que nadie más quería hablar, de que aquel era un caso de racismo, y haciendo notar la excelencia de Sweet y su familia frente a la brutalidad de los vecinos. Ni siquiera estaba claro que los tiros procedentes de la casa hubiesen sido los causantes de la muerte de la víctima, dado que la trayectoria de la bala apuntaba más bien a un disparo hecho desde la misma calle. Finalmente y tras otro de sus discursos maratonianos en los que volvió a hacer llorar al juez y la mitad de la sala, el jurado declaró a Henry Sweet no culpable, con lo que el fiscal se negó a llevar a juicio a los demás.
Lamentablemente la historia acabó mal para los Sweet, tanto Henry como Gladys y la pequeña Iva murieron poco después de tuberculosis contraída durante su estancia en la cárcel. Ossian se suicidó finalmente en 1960 tras dos divorcios y una vida atormentada por los recuerdos.
Después de Detroit, Darrow se había convertido en una celebridad en toda la nación. Las cartas para que defendiera casos sin esperanza se multiplicaron y le hicieron, tras otros dos juicios coronados por el éxito, abandonar la profesión. A sus 69 años, era un hombre cansado, y además había recibido una pequeña fortuna por la venta de un negocio familiar que realizó su hijo Paul. Lo invirtió todo en la bolsa y se dispuso a pasar sus últimos años en un cómodo retiro en el que seguiría, eso sí, dedicado a escribir y a sus conferencias. Por ejemplo en 1931 sostuvo un debate con G.K. Chesterton sobre el regreso de la gente a la religión en el que, al parecer, el público le dio por perdedor.
2012-06-22 10:40
Excelente. La mejor característica de Darrow no era tanto su oratoria como su profunda convicción en lo que defendía.
Su autobiografía (en inglés) está en domino público y puede leerse aquí: La historia de mi vida
No, nuestro sistema judicial no es el norteamericano (a Dios gracias), ni la realidad de los procesos en EEUU es la que sale en las películas. De hecho, más del 90% de los juicios criminales y casi el 99% de los civiles se resuelven con papeleo, mociones y acuerdos extrajudiciales, en buena medida porque probablemente sea el sistema judicial más caro del mundo y ni las partes ni la administración están interesadas en llegar hasta el final del procedimiento.
2012-06-22 13:12
Gracias por el enlace, en el libro de McRae habla de su autobiografía pero no la había leído.
Está claro que tienes razón con lo del sistema legal, por eso aclaraba que les gustan los juicios de ficción. Bueno, por eso y porque supongo que verse allí debe ser diferente a verlo en TV :)
2012-06-23 01:54
Hoy tocaba hablar de abogados de cine, y se nos ha ido el Chepa, uno de los mejores de los nuestros. DEP Juan Luis Galiardo.